abril 07, 2010

Discurso de despedida de George Washington al pueblo de los Estados Unidos (1796)

DISCURSO DE DESPEDIDA AL PUEBLO DE LOS ESTADOS UNIDOS [1] [2]
George Washington
[17 de Septiembre de 1796]

Amigos y Conciudadanos: Nunca me ha parecido más oportuno el manifestaros la resolución que tomé de separarme del cargo que ocupo, como en las circunstancias actuales, cuando ya se acerca la fecha de elegir al nuevo depositario del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos y ha llegado el momento de resolver a quién debéis confiar tan importante comisión. Y a fin de que la emisión del voto sea libre y expeditiva por entero, debo anunciaros que no figuraré yo entre los candidatos sobre quienes ha de recaer vuestra elec­ción.
Os suplico que me dispenséis la justicia de creer que no he tomado esta resolución sin haber tenido muy en cuenta las obligaciones que corresponden a un ciudadano sumiso al inte­rés de su patria, y que la determinación de retirarme no implica merma del celo por vuestros intereses futuros, ni es falta de gra­titud a vuestra constante bondad, sino tan sólo un efecto del pleno convencimiento que tengo de que este paso no es incom­patible con aquellos objetos.
El haber aceptado y permanecido en el cargo a que dos veces me llevó vuestro voto fue un sacrificio de mis personales gustos en aras de los deberes que tengo para con el país, y una expre­sión de mi respeto a lo que deseabais. Esperaba constantemente volver al retiro de que salí con repugnancia, creí que tendría ocasión de hacerlo más pronto sin desatender las incumbencias puestas a mi cuidado. La persistencia de mis inclinaciones me hizo preparar un manifiesto antes de la última elección, en el que pensaba declararos mi deseo; pero al reflexionar maduramente acerca del estado de nuestras relaciones con otros países, bien crítico e incierto a la sazón, y cediendo al parecer unánime de las personas de mi confianza, abandoné la idea.
Me complazco ahora de que la nueva situación de los asuntos, así exteriores como interiores, no haga ya incompatible la reali­zación de mis propósitos con el cumplimiento de mi deber, ni con el decoro del cargo presidencial; y estoy persuadido de que en las actuales circunstancias de nuestra patria, no desaproba­réis la determinación de retirarme, a pesar del afecto con que miráis los servicios a que vengo consagrado.
Cuando por primera vez fui llamado a desempeñar tan ar­duo cargo, os manifesté cuáles son mis ideas: ahora solamente os recordaré que contribuí con buenas intenciones a la organi­zación y administración del gobierno, y que hice los mejores es­fuerzos permitidos a una corta capacidad para serlos útil, sin ha­ber ignorado nunca la escasez de mi talento. La experiencia lograda no reduce los motivos que tengo para desconfiar de mí mismo; y creciendo cada vez más el peso de mis años, estos mismos me avisan sin cesar que la sombra del retiro ha de serme tan necesaria como agradable. Reconociendo que si mis servicios han tenido algún mérito, sólo de las circunstancias proce­de su valor, tengo el consuelo de creer que si me separan de la escena política mi prudencia y vuestro voto, el patriotismo no me prohíbe la separación que tanto deseo.
Mirando hacia el momento en que concluirá el curso de mi vida pública no es posible que deje de manifestar el reconoci­miento que profeso a mi amada patria por los muchos honores que hubo de otorgarme, y aún más, si cabe, por la confianza con que me sostuvo y las oportunidades que me dio de mostra­ros mi afecto inquebrantable, con fieles y constantes servicios, muy desiguales en utilidad a mi celo. Si han resultado benefi­ciosos a la patria esos servicios, sean siempre recordados para gloria vuestra y como instructivo ejemplo en nuestros anales, porque cuando al conjuro de circunstancias adversas se agitaban las pasiones y parecían prontas a descaminarse, cuando en momentos dudosos cundió el desaliento y las vicisitudes de la fortuna o la parquedad de los éxitos favorecía el espíritu de crí­tica, la constancia mía en sosteneros y la vuestra en sostenerme ha sido la garantía y el apoyo esencial para que no se malogra­sen los esfuerzos encaminados a preservar del fracaso nuestros comunes planes. Íntimamente penetrado de esta idea, la llevaré hasta el sepulcro como un estímulo para pedir a los cielos que os sigan prodigando sus beneficios; que vuestra unión sea per­petua; que se mantenga entre vosotros el afecto fraternal; que la Constitución establecida, libre trabajo vuestro, se conserve sagradamente; que resplandezca la sabiduría y la virtud en todos los ramos de la administración republicana; y que la felicidad del pueblo en todos nuestros estados sea general y completa, bajo los auspicios de la libertad y del Todopoderoso, mediante un uso prudente de sus favores, para que logremos la gloria de obtener el aplauso, el afecto y el amparo de la nación toda, in­cluso de aquellos que todavía no conocen la excelsitud de nues­tra bandera.
En este mismo punto debiera yo dejar de hablaros, ponien­do fin a este mensaje. Pero mi anhelo por vuestra felicidad —que no se apagará sino con mi vida—, y el natural temor al peligro, me impelen a ofrecer a vuestra consideración y a recomendaros que meditéis sobre algunas ideas, fruto de reflexiones y expe­riencias, que me parecen de toda importancia para el bienestar nacional. Os la brindo con tanta más libertad cuanto que sólo habréis de ver en ellas los avisos y advertencias de un amigo que se despide y que no tiene ningún interés personal en acon­sejaros como lo hago, animándome a ello la indulgencia con que acogíais mis ideas en anteriores oportunidades.
Tan enraizado está en vuestros corazones el santo amor a la Libertad, que no creo necesario el recomendaros que cada día lo afirméis y reafirméis más y más.
También es de alto aprecio la unidad de gobierno en que descansa la nación, según justamente lo habéis reconocido, viendo en ella la columna principal de la verdadera independencia y el sostén de la tranquilidad interna, de la paz exterior, de vuestra propia seguridad y de las libertades que tanto amáis. Pero como es fácil augurar que por diferentes motivos, desde puntos diver­sos y mediante numerosos artificios se pretenda debilitar el convencimiento que tenéis de tan gran verdad: y siendo este punto de vuestro baluarte político el que atacarán con más obstina­ción las baterías de los enemigos externos e internos (oculta e insidiosamente cuando no a plena luz), es de suma importancia que sepáis bien cuánto interesa la unión nacional a vuestra feli­cidad colectiva y privada. Conviene, pues, que fomentéis un afecto cordial y constante hacia ella, acostumbrándoos a pensar y hablar de la unión como el eje de vuestra seguridad y de vues­tro florecimiento político; velando por su conservación con celo y eficacia; rechazando cuanto pueda excitar la más mínima sospecha de tibieza; no abandonando nunca la necesaria vigi­lancia; y mirando con indignación cualquier intento, cualquier insinuación que se hiciere para separar una parte del país de las restantes, o para debilitar los lazos sacrosantos que actualmente unen a todos los estados.
Para observar esta conducta tenéis a favor vuestras razones de simpatía y de interés. Ciudadanos por nacimiento, o por libre opción de una patria común, asiste a ésta el derecho de que todos vuestros afectos se dirijan a ella. El nombre de americano, que es para vosotros un nombre nacional, debe suscitar un orgullo patriótico superior al de cualquier otro nombre vinculado al lu­gar concreto en que habéis nacido. Con pocas variaciones, vuestra religión, costumbres y principios políticos son iguales en unos y otros.
Juntos habéis peleado y triunfado por una cau­sa común. La independencia y la libertad ya conquistadas son obra conjunta de vuestros consejos, de los esfuerzos comunes, de unos mismos peligros, sufrimientos y beneficios.
Pero estas consideraciones, que tan poderosamente deben guiar vuestro ánimo, son de mucha menor entidad que las con­cernientes al interés común: aquí es donde cada sector del país encuentra los más imperiosos motivos para mantener cuidado­samente la unidad del todo.
Comunicándose los países septen­trionales con los meridionales, sin discontinuidad ninguna, y estando regidos por un gobierno común, bajo la protección de iguales leyes, unos hallan en las producciones de los otros, ines­timables recursos para sus empresas marítimas, mercantiles e in­dustriales. Beneficiados aquéllos y éstos por una fácil comunica­ción, verán aumentar su agricultura y comercio los países del Sur, utilizando en sus propios canales a los marineros del Norte. Vigorizada de tal modo la navegación particular, se contribuirá también a crear una navegación nacional, bajo la protección de fuerzas marítimas proporcionadas, lo cual no podrían lograr por sí mismos. Los países orientales podrán tener comunicaciones iguales a las que ya tienen las zonas norteñas merced al adelan­tamiento de la comunicación interior, tanto por agua como por tierra, encontrando así más y mejores vías para los productos que llegan del extranjero o elaboran nuestras fábricas. El po­niente recibe de los nacientes renglones necesarios a su incremento y comodidad; y lo que acaso es de mayor importancia: la seguri­dad de la extracción indispensable de sus productos, condicio­nada por el vigor e influjo marítimo de los sectores atlánticos, factores subordinados a la indisoluble comunidad de intereses que fomenta la unión. De cualquier otro modo que posea esa ventaja la parte occidental, ya por su propia fuerza, indepen­diente del Sur, ya por su conexión espuria con alguna potencia extranjera, sería intrínsecamente precaria e indeseable.
Mientras cada parte de nuestro territorio vea su interés inmediato y particular en la unión, todas ellas, combinadas entre sí, encontrarán en la masa reunida de sus medios y esfuerzos mayor volumen de recursos y mayor seguridad contra los peli­gros exteriores, así como una interrupción menos frecuente de su tranquilidad por parte de países extranjeros. La unión —y esto es lo que más importa— los librará también de las disensiones intestinas que afligen con tanta frecuencia a los países vecinos no unidos por un mismo gobierno: disensiones cuya propia índole bastaría para excitarlas progresivamente, y que opuestas alianzas con países extraños, amistades e intrigas diferentes, fo­mentarían de continuo, haciéndolas todavía más amargas. Mediante la unión política y económica se podrá evitar asi­mismo la necesidad de mantener crecidas fuerzas militares, que tan perjudiciales son para la libertad, bajo cualesquiera gobier­nos, y que se deben mirar particularmente como enemigas de la libertad republicana. Debéis, pues, considerar la unión como el baluarte principal de vuestra libertad, y conservar aquélla para mantener vivo el amor a ésta.
Las anteriores reflexiones persuadirán a todo ciudadano que piense y sea virtuoso que el mantenimiento de la unión merece ser tenido como el primordial y más patriótico deseo. ¿Dudáis quizá de que un gobierno común sea capaz de abarcar un círcu­lo tan dilatado? Preguntadlo a la experiencia, pues el decidir oyendo solamente a la especulación sería un dislate gravísimo. La experiencia nos dice que una organización adecuada tanto de la unión como de los gobiernos locales auxiliares de aquélla, es susceptible de dar felices resultados. Este asunto reclama que sea completa y exacta la unión, siendo tan poderosos y obvios los motivos que juegan a favor de la misma en todas las partes del país; debiendo desconfiarse del patriotismo de aquellos que intentan debilitar los lazos de la unión mientras no haya demostrado la experiencia que es impracticable.
Al reflexionar sobre las causas que pudieran perturbar nuestra unión, se presenta como un riesgo el que hubiese algún fundamento en la naturaleza de nuestro territorio para caracterizar a los diferentes distritos por medio de distinciones o zonas geo­gráficas, tales como: septentrional y meridional, atlántica y oc­cidental, merced a las cuales algunos hombres malintenciona­dos intentasen persuadir a las gentes de que existe una oposición de intereses y de miras entre unas y otras regiones. Uno de los medios que utilizan los facciosos para lograr influjo en los distritos particulares consiste en desfigurar las opiniones y deseos de los otros. Toda cautela será escasa contra los celos y discordias que originan estos manejos, dirigidos a disociar el afecto mutuo de los que deben estar unidos como hermanos. Los habitantes del país occidental han recibido recientemente una provechosa lección respecto a esta cuestión, al ver en las negociaciones de nuestro gobierno, en la rectificación unáni­me por parte del Senado de nuestro tratado con España y en la universal satisfacción que ha producido este acontecimiento en todos los Estados Unidos una prueba decisiva de cuán infundadas eran las sospechas de que la política general del go­bierno y de los estados atlánticos fuese opuesta a los intereses del Mississippi. Los dos tratados hechos con España e Inglate­rra les aseguran cuanto pudieran desear en materia de relacio­nes exteriores para el desarrollo de su prosperidad. ¿No será prudente seguir confiando en la unión para conservar las ventajas que ya hemos logrado gracias a ella? ¿No dejaremos en lo futuro de volver la espalda a esos malos consejeros que inten­tan separar a los hermanos y unir con los extranjeros a unas re­giones contra otras?
La estabilidad y la utilidad de la Unión dependen necesariamente de un gobierno general, al que no pueden sustituir alian­zas de ninguna clase, porque éstas experimentarían las alterna­tivas e interrupciones que inevitablemente se han registrado siempre. Ese gobierno, elegido libremente por vosotros mismos, no su jeto a extrañas influencias, obediente a una Constitución adoptada después de tranquilas deliberaciones y que reúne la seguridad y energía de sus bien divididos poderes, tiene un innegable derecho a vuestra confianza y apoyo. El respeto a su au­toridad, ejercida conforme a las leyes, y la conformidad a las medidas que adopte, son deberes que se confunden con los principios esenciales de la verdadera libertad. La base de nuestro sistema político es el derecho del pueblo para formar o modifi­car las constituciones de sus gobiernos; pero la Constitución vo­tada, mientras exista, es sagrada y obligatoria para todos hasta tanto que se cambie por el voto explícito del pueblo. Esta misma idea del poder y derecho del pueblo a establecer un gobier­no implica también la obligación en cada individuo de obede­cer al gobierno establecido.
Todo obstáculo que se oponga a la ejecución de las leyes, toda asociación que tenga por objeto entorpecer o paralizar la acción de las autoridades constituidas, cualquiera que sea el carácter que revista, es directamente contrario a los principios expuestos y de resultados muy peligrosos. Tales medios sólo sirven para suscitar facciones y darles fuerza, para sustituir la fuerza de la nación por la voluntad de un partido, muchas veces de una pe­queña parte, audaz y emprendedora del país, a todo él, y para que los alternados triunfos de los diferentes partidos hagan de la administración pública un fiel espejo de los desconcertados y monstruosos designios de las facciones, en lugar de ser el órga­no de planes provechosos y consecuentes, dirigidos por la conciencia común y siempre atentos al interés de todos.
Sin embargo de que a veces puedan satisfacer las necesidades populares, esas asociaciones y combinaciones están expuestas a que las mudables circunstancias del tiempo las conviertan en poderosos instrumentos susceptibles de servir a hombres ambi­ciosos, astutos e inmorales para destruir el poder del pueblo y usurpar la autoridad del gobierno, desde donde luego ellos mis­mos suprimirían los medios que los elevaron a tan injusta do­minación.
Para conservar nuestro gobierno y que sea duradera la felici­dad actual, no sólo es necesario que rechacéis toda oposición irregular a la legítima autoridad de aquél, sino que resistáis cui­dadosamente toda innovación de sus principios básicos, cualquiera que sea el pretexto invocado. Uno de los modos de asal­tar el gobierno podrá ser, introducir en la Constitución pequeñas mutaciones que, debilitando la energía del sistema, vayan minando así lo que directamente no podrían obtener. Siempre que se os proponga alguna innovación, tened presente que el tiempo y las costumbres son cuando menos tan necesa­rios para conocer el verdadero carácter de los gobiernos como el de las demás instituciones humanas; que la experiencia es el más seguro medio para conocer la bondad de la Constitución de un país; que los cambios fundados en simples hipótesis y opi­niones aventuradas exponen a constantes variaciones, porque las opiniones se suceden unas a otras sin descanso. Acordaos, sobre todo, que en un país tan dilatado como el nuestro, es indispensable para la eficaz dirección de los intereses generales que los gobiernos tengan todo el vigor que sea compatible con el perfecto ejercicio de la libertad. La libertad misma encontrará su más segura garantía en gobiernos cuyos poderes estén bien distribuidos y consolidados, porque la libertad es como una sombra cuando el gobierno es demasiado débil para resistir los designios de las facciones o para contener a los individuos den­tro de los límites que señalan las leyes y garantizar a todos el goce pacífico de sus derechos individuales y de la propiedad.
Expresado ya el peligro de las parcialidades dentro del Estado, especialmente las que se fundan en distinciones geográ­ficas, trataré ahora con más extensión de cómo debéis preservaros contra los inconvenientes del espíritu de partido en general.
Por desgracia, dicho espíritu es inseparable de nuestra natu­raleza, pues tiene sus raíces en las pasiones más fuertes del corazón humano. Bajo diversas formas existe en todos los gobier­nos, más o menos sofocado, y más o menos contenido. Sus vicios se descubren, en toda su extensión, en los gobiernos po­pulares, de los cuales es el peor enemigo.
La dominación alternativa de las pasiones políticas, agitadas entre sí por el espíritu de venganza y las disensiones de partido es causa del espantoso despotismo que ha cometido los más ho­rribles excesos durante muchos siglos en diferentes países.
Esa dominación conduce a otro despotismo más visible y perma­nente, pues los desórdenes y miserias de aquél predisponen el espíritu a buscar seguridad y descanso en el poder absoluto de un individuo; y, tarde o temprano, el jefe de algún sector domi­nante, más hábil o más afortunado que sus rivales, acaba por aprovechar esa inclinación de los ánimos para elevar su poderío sobre las ruinas de la libertad pública.
Sin contraer nuestras previsiones a extremos tales que, sin embargo, nunca deberán ser perdidos de vista totalmente, los continuados y generales males que trae consigo el espíritu parti­dista son lo bastante dolorosos para que un pueblo prudente mire con interés la obligación de contener sus estragos.
El espíritu de partido trabaja constantemente por desorien­tar al pueblo y corroer la regularidad de los servicios públicos; agita la opinión con celos infundados y falsas alarmas; enardece las animosidades de unos contra otros; da ocasión a tumultos e insurrecciones; y abre los caminos por donde fácilmente pene­tran hasta el mismo gobierno las corrupciones e influjos extra­ños a través de las pasiones facciosas, sujetando a la política de otros la voluntad del país.
Muchos opinan que los partidos que actúan en países libres son un freno útil para los gobiernos y contribuyen a conservar el espíritu de libertad. Esto es quizá verdad hasta cierto punto. En los gobiernos monárquicos el patriotismo puede mirar el es­píritu de partido, si no con favor, al menos con indulgencia.
Pero en los de carácter popular, en los gobiernos puramente electivos, no se debe fomentar ese espíritu, porque a la disposi­ción natural de los mismos nunca faltará el espíritu de partido suficiente para todos los efectos en que sea laudable. Y como siempre hay peligro de que traspase sus límites, debe ponerse un discreto empeño en disminuirlo y mitigarlo mediante la fuerza de la opinión pública. El espíritu de partido jamás debe apagarse del todo; pero deberá ser objeto de una vigilancia constante para que no devore con sus llamas en lugar de caldear.
Importa igualmente que los hombres encargados del gobier­no de un país libre limiten su acción a las respectivas esferas constitucionales, evitando que en el ejercicio de los poderes ningún departamento usurpe las funciones de otro. El espíritu de usurpación tiende a concertar los poderes en uno solo, y crea de tal modo un verdadero despotismo, sea cual fuere la forma de go­bierno. Está demostrado por la experiencia, tanto de los tiem­pos pasados como de los nuestros, y aun en nuestro mismo país, la necesidad de sujetar el ejercicio del poder político, divi­dirlo entre diferentes depositarios que se vigilen recíprocamente y que cada uno se constituya en protector del bien común contra las invasiones de los demás poderes, porque su conservación es tan importante como la institución del poder. Si el pueblo encuentra viciosa la distribución de los poderes constituciona­les y desea modificarla, dejad que se corrija por el procedimien­to que señale la Constitución. Jamás debe hacerse la reforma por medios ilegales, ni por usurpaciones que aunque pretendan el bien, destruyen a los gobiernos y causan el mal permanente de su ejemplo, superior a cualquier parcial o pasajero beneficio que reporten.
La religión y la moral son apoyos necesarios para fomentar las disposiciones y costumbres que conducen a la prosperidad de los estados. En vano se llamaría patriota el que intentase derri­bar esas dos grandes columnas de la felicidad humana, donde tienen sostén los deberes del hombre y del ciudadano. Tanto el devoto como el mero político debe respetarlas y amarlas. Para establecer las conexiones que tienen con la felicidad privada y pública necesitaríamos llenar un tomo entero. Pero únicamente preguntaré: ¿Dónde hallar la seguridad de los bienes, el fundamento de la reputación y de la vida si no se creyera que son una obligación religiosa los juramentos prestados? Sólo a base de una gran cautela podríamos lisonjearnos con la suposición de que la moralidad pueda sostenerse sin la religión. Por mucho que influya en los espíritus una educación refinada, la razón y la experiencia nos impiden confiar que la moralidad nacional pueda existir eliminando los principios de la religión.
Es una verdad, que la virtud o moralidad es un resorte necesario del gobierno popular. Esta regla se extiende ciertamente con más o menos fuerza a toda clase de gobierno libre. Siendo amigo verdadero de éste, ¿cómo se podrá ver con indiferencia las tentativas que se hagan para minar las bases de su establecimiento?
Promoved, pues, como un objeto de la mayor importancia las instituciones para que se difundan los conocimientos. Es esencial que la opinión pública se ilustre en proporción de la fuerza que adquiere por la forma de gobierno.
Es también condición importante para el sostenimiento de un gobierno conservar el crédito público, manantial de fuerza y seguridad. Uno de los medios para conseguirlo es usar de él lo menos posible y eludir gastos innecesarios, procurando mantener la paz, pero sin olvidarse de que haciendo algunos de­sembolsos para conjurar el peligro, se ahorran luego mayores gastos para repelerlo; también evitar que se acumulen deudas, no sólo huyendo de las ocasiones de gastar, sino haciendo vigorosos esfuerzos en tiempo de paz para pagar las deudas que hayan ocasionado las guerras inevitables, y no cargar a la prosperidad, de un modo poco generoso, con un peso que nosotros debemos soportar. Si bien la ejecución de estos principios corresponde a vuestros representantes debe sin embargo cooperar a ello la opinión pública. Para que puedan estos cumplir con sus obligaciones con más facilidad es indispensable que tengáis presente siempre, que para pagar deudas se necesitan rentas, que para tener estas son necesarios impuestos; que no hay impuesto que no sea más o menos incómodo o desagradable; que la dificultad intrínseca que acompaña la elección de los objetos que se han de gravar (elección siempre difícil), debe servir de un motivo decisivo para juzgar con prudencia de las intenciones del gobierno que la hace, e igualmente para reposar en ella y soportar los medios que las necesidades públicas pueden exigir en cualquier tiempo, a fin de obtener rentas para obtenerlas.
Observad con todas las naciones los principios de la buena fe y de la justicia. Cultivad la paz y armonía con todas ellas. Es la conducta que ordena la religión y la mora; ¿y sería posible que no la ordenase igualmente la buena política? Digna será esta conducta de un país ilustrado y libre, que no está muy dis­tante del momento en que ha de ser grande, y que debe dar al género humano el ejemplo magnífico de guiarse constantemen­te por la justicia y la benevolencia más elevadas. ¿Quién puede dudar de que, con e curso del tiempo y las cosas, no compensasen los frutos de un plan semejante los perjuicios pasajeros que resultasen se su adopción? ¿Será posible que la Providencia no haya vinculado la felicidad de una nación a su virtud? Los sentimientos que más ennoblecen a la naturaleza humana nos aconsejan al menos hacer la experiencia. ¡Ah! ¿La hará tal vez nuestros vicios impracticable?
Nada sería tan esencial para la ejecución de semejante plan como cultivar unos sentimientos justos y amistosos hacia todas las naciones extranjeras, excluyendo toda clase de antipatías y ciegas pasiones. La nación que quiere o que aborrece sistemáti­camente a otra es de algún modo esclava de ella. Es esclava de su odio o de su afecto, lo cual basta para desviarla de su interés y de sus obligaciones. La antipatía entre dos naciones las predis­pone con mayor facilidad a insultar y agraviar, a ser altivas e intratables cuando sobreviene alguna disputa, por leve que sea. De aquí resultan choques frecuentes y feroces guerras, envenenadas y sangrientas. Una nación dominada por el odio o resentimiento, obliga a la vez al gobierno a entrar en una guerra opuesta a los mejores cálculos de la política. El gobierno participa unas veces de esta propensión nacional, y adopta por la pasión lo que la razón repugnaría; otras veces instigado por el orgullo, la ambición u otros motivos siniestros y perniciosos hacer servir la animosidad nacional a los proyectos hostiles. Por esta causa muchas veces la paz de las naciones se ha sacrificado, y acaso también, en algunas ocasiones su libertad.
La pasión excesiva de una nación a otra produce una variedad de males. El afecto a la nación favorita facilita la ilusión de un interés común imaginario donde verdaderamente no existe, e infunde en la una las enemistades de la otra y la hace entrar en sus guerras sin justicia ni motivo. Impele, también, a conceder a la nación favorita privilegios que se niegan a otras, lo cual es capaz de perjudicar de dos modos a la nación que hace las concesiones; a saber, desprendiéndose sin necesidad de los que debe conservar y excitando celos, mala voluntad y disposición de vengarse en aquellas a quienes rehúsa este privilegio. Da también a los ciudadanos ambiciosos, corrompidos o engañados (que se ponen a la devoción de la nación favorita), la facilidad de entregar o sacrificar los intereses de su patria sin odio y aún algunas veces con popularidad, dorando una condescendencia baja o ridícula de ambición, corrupción o infatuación con las apariencias de un sentimiento virtuoso de obligación, de un respeto recomendable a la opinión pública o un celo laudable por el bien general.
Tales pasiones son temibles particularmente al patriota ilustrado e independiente, que ve en ellas innumerables entradas al influjo extranjero. ¡Cuántos medios no proporcionan para mezclarse entre las facciones domésticas, para ejercitar las artes de la seducción, para desviar la opinión pública y para influir y dominar los consejos!
Un afecto de esta clase de nación pequeña, o débil, a otra grande y poderosa irremediablemente la constituye su satélite.
Conciudadanos míos: Les suplico que me creáis; la vigilancia de una nación libre debe estar siempre despierta contra las artes insidiosas del influjo extranjero, pues la historia y la experiencia prueban que este es uno de los enemigos más mortales del gobierno republicano. Mas esta vigilancia debe ser imparcial para que sea útil, pues de otro modo viene a ser el instrumento de aquel mismo influjo que intenta evitar. El afecto excesivo a una nación, así como el odio excesivo contra otra, no dejan ver el peligro sino por un lado a los que predominan, y sirven de capa y aun ayudan a las artes del influjo de una u otra. Los verdaderos patriotas que resisten las intrigas de la nación favorita, están expuestos a hacerse sospechosos y odiosos, mientras sus instrumentos y aquellos a quienes alucinan, usurpan el aplauso y confianza del pueblo cuando venden sus intereses.
La gran regla de nuestra conducta res­pecto a las naciones extranjeras, debe reducirse a tener con ellas la menor conexión política que sea posible, mientras extendemos nues­tras relaciones comerciales. Que los tratos que hemos hechos hasta ahora, se cumplan con la más perfecta buena fe. Pero no pasemos de aquí.
La Europa tiene particulares intereses que no nos conciernen en manera alguna o que nos tocan muy de lejos. De ahí el que se vea envuelta en disputas frecuentes que son esencialmente ajenas a nosotros. Sería, pues, imprudente mezclarnos a las vici­situdes de su política o entrar en las alternativas y choques in­herentes a su amistad o enemistad sin tener nosotros un interés directo.
Nuestra situación geográfica nos aconseja y permite seguir un rumbo diferente. No está distante la época en que podamos vengar los ataques anteriores, si permanecemos bajo un gobierno activo en que podamos tomar una actitud que haga respetar escrupulosamente la neutralidad a que nos hubiésemos determinado; en que las potencias beligerantes, imposibilitadas de hacer conquistas sobre nosotros, no se arriesgarán con ligereza a provocarnos; en que podemos elegir la guerra o la paz, según lo aconsejare nuestro interés dirigido a la justicia.
¿Por qué perder las ventajas nacidas de nuestra especial situación en el globo? ¿Por qué unir nuestros destinos a los de cualquiera parte de Europa, comprometiendo nuestra paz y prosperidad en las redes de las rivalidades, intere­ses y caprichos europeos? Nuestra política debe consistir en retraernos de alianzas permanentes hasta donde seamos libres de hacerlo, sin que por esto patrocine yo la infidelidad a los tratados existentes. Tengo por máxima, igualmente aplicable a todos los asuntos públicos o privados, que la honradez es siempre la mejor política. Teniendo cuidado de impulsar las medidas y los establecimientos adecuados a fin de mantenernos en estado de defensa, podremos luego apelar a momentáneas alianzas en los casos de apuro extraordinario.
La política, la humanidad y el interés común recomiendan la buena armonía y amistosas relaciones con todos los países. Nuestra política mercantil se debe apoyar en la igualdad e impar­cialidad, sin solicitar ni conceder beneficios especiales ni prefe­rencias: consultando el orden natural de las cosas difundiendo y diversificando por medios suaves los manantiales del comercio, sin forzar cosa alguna; estableciendo para dar al comercio una dirección estable, definir los derechos de nuestros comerciantes y proporcionar al gobierno los medios de sostenerlos, reglas convencionales de comunicación, las mejores que permitan las actuales circunstancias y la opinión mutua, pero momentáneas y susceptibles de variarse y abandonarse según lo exigiesen las circunstancias; teniendo siempre presente que es una locura esperar de otra nación favores desinteresados; que lo que acepte bajo este concepto será preciso que lo pague con una parte de su independencia; que admitiéndolos se ponen en precisión de corresponder con valores reales por favores nominales, y aun a que se les trate de ingratos porque no dan más. No puede haber error mayor que esperar o contar con favores verdaderos de nación a nación. Es una ilusión que la experiencia debe curar, que un justo orgullo debe arrojar.
Cuando os ofrezco, paisanos míos, estos consejos de un viejo y apasionado amigo, no me atrevo a esperar que hagan una impresión tan duradera como quisiera, ni que contengan el curso común de las pasiones o impidan que nuestra nación experimente el destino que han tenido hasta aquí las demás naciones; pero si puedo solamente lisonjearme que produzcan alguna utilidad parcial, algún bien momentáneo, que alguna vez contribuyan a moderar la furia del espíritu de partido, a cautelaros contra los males de la intriga extranjera y preservaros de las imposturas del patriotismo fingido; esta esperanza compensará suficientemente mi anhelo de vuestra felicidad, único móvil que me ha estimulado a dictarlos.
Los archivos públicos y otras pruebas de mi conducta acreditan hasta qué punto los prin­cipios que acabo de recordaros me guiaron en el desempeño de mi cargo. Por lo que a mí me toca mi conciencia me asegura que por lo menos he creído haberme dirigido por ellos.
Con respecto a la guerra, que todavía subsiste en Europa, mi proclama del 22 de abril de 1793 es el índice de mi plan. El espíritu de esta medida sancionada por vuestra aprobación y por la de vuestros representantes en ambas salas del congreso continuamente me ha gobernado, sin que haya influido cosa alguna para obligarme a abandonarlo.
Después de un maduro examen auxiliado de los mejores conocimientos que pude adquirir, me persuadí de que en todas las circunstancias del caso, nuestro país tenía derecho y estaba precisado por la obligación y el interés a tomar una posición neutral. Habiéndola tomado resolví mantenerla con moderación, constancia y firmeza.
No hay necesidad de exponer aquí los pormenores y consideraciones relativas al derecho de guardar esta conducta. Sólo diré, que, según mi modo de entender en la materia, lejos de habérsenos negado este derecho por algunas de las potencias beligerantes, ha sido reconocido virtualmente por todas.
La obligación de tener una conducta neutral, se deduce sin buscar otras razones, de la obligación que la justicia y la humanidad imponen a toda nación que se halla en libertad de determinar y de mantener inviolables las relaciones de paz y amistad con otras naciones.
Los motivos de interés que tenemos para esta conducta será mejor dejarlos a vuestra propia reflexión y experiencia. Una razón dominante para mí ha sido el ganar tiempo, a fin de que se consoliden en nuestro país sus instituciones todavía nuevas, y que progrese, sin interrupción, el grado de fuerza y consistencia necesarias para que disponga, hablando humanamente, de su propia suerte.
Aunque revisando los actos de mi administración, no me parece haber cometido ningún error voluntario, sin embargo, por conocer bastante bien mis defectos, reconozco que acaso incurrí en muchos yerros. Cualesquiera que fuesen, ruego al Todopoderoso que mi­tigue los males a que puedan haber dado lugar, y aun abrigo la esperanza de que mi país se mostrará en esta parte indulgente conmigo. Los servicios que por espacio de cuarenta y cinco años le he prestado con el mayor celo y rectas intenciones, me inducen a creer que se legarán al olvido mis involuntarias cul­pas, al retirarme de la vida pública.
Confiando en esa bondad de mi país, y poseído de un ar­diente amor hacia él, tan natural en el hombre que en esta tie­rra tuvo su cuna y la de sus padres por muchas generaciones, me regocijo anticipadamente al pensar en el tranquilo retiro donde pienso entregarme al reposo, a fin de disfrutar, entre mis queridos conciudadanos, de la benéfica influencia de sabias leyes, bajo un gobierno libre, objeto favorito de mis constantes deseos y la más dulce recompensa que puedan alcanzar nues­tros mutuos afanes y peligros.
GEORGE WASHINGTON


[1] Después de servir dos períodos en el cargo, George Washington pronunció este discurso de despedida en 1796, cediendo la presidencia y ofreciendo mediante él sus palabras de sabiduría que han probado ser perdurables en su valor y aplicables en su contenido; importancia que advierte luego en nuestro país, el mismo Manuel Belgrano, ni bien llega este a sus manos. El mismo nos recuerda del gran honor y privilegio que los funcionarios tienen de servir al país y a una causa más grande, que como allí, aquí también está establecida por nuestra Constitución, cual es la fundación de una nación entera. No deja además de poner énfasis en la importancia de la unión, que en todos los países muchas veces damos todos por sentado. En cualquier caso, tal ha sido su trascendencia en el tiempo, que en febrero de 1862, mientras EE.UU. estaba enfrascado en la Guerra Civil, los ciudadanos de Filadelfia, queriendo encontrar una manera apropiada para celebrar el aniversario del nacimiento de Washington y levantar el espíritu de la nación, iniciaron una tradición solicitando al Congreso que se lo conmemorara leyendo este ante una sesión conjunta de los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado. Y tal es así que esta costumbre quedó consolidada en 1896 y, desde entonces, este discurso es leído anualmente en el hemiciclo del Senado por un miembro nominado de partidos que se alternan.[2] Introducción Manuel Belgrano: “El ardiente deseo, que tengo de que mis conciudadanos, se apoderen de las verdaderas ideas, que deben abrigar si aman la patria, y desean su prosperidad bases sólidas y permanentes, me ha empeñado a emprender esta traducción en medio de mis graves ocupaciones, que en tiempos más tranquilos la había trabajado, y se entregó a las llamas con todos mis papeles en mi peligrosa y apurada acción del 9 de marzo de 1811 en el Tacuarí.
Washington, ese héroe digno de la admiración de nuestra edad y de las generaciones venideras, ejemplo de moderación, y de verdadero patriotismo, se despidió de sus conciudadanos, al dejar el mando dándoles lecciones las más importantes y saludables, y hablando con ellos, habló con cuantos tenemos, y con cuantos puedan tener la gloria de llamarse americanos, ahora, y mientras el globo no tuviese ninguna variación.
Su despedida vino a mis manos por los años de 1805, y confieso con verdad, que sin embargo de mi corta penetración, vi en sus máximas la expresión de sabiduría apoyada en la experiencia y constante observación de un hombre, que se había dedicado de todo corazón a la libertad y felicidad de su patria.
Pero como viese la mía en cadenas, me llenaba de un justo furor, observando la imposibilidad de despedazarlas, y me consolaba con que la leyesen algunos de mis conciudadanos, o para que se aprovechasen algún día, si el Todopoderoso los ponía en circunstancias, o transmitiesen aquellas ideas a sus hijos para que les sirviesen, si les tocaba la suerte de trabajar por la libertad de América.
Un conjunto de sucesos que no estaban al alcance nuestro, pues vivíamos sabiendo únicamente lo que nuestros tiranos querían que supiésemos, nos trajo la época deseada, y por una confianza que no merecía, mis conciudadanos me llamaron a ser uno de los individuos del gobierno de Buenos Aires, que sucedió a la tiranía.
Las obligaciones no me daban lugar a repasar la traducción, para que se imprimiese, ya que teníamos la gloria de poder comunicar los conocimientos, y que se hicieran generales entre nosotros, y creído de que en la expedición al Paraguay podría haberla examinado y concluido, tuve la desgracia que ya he referido.
Mas observando que nadie se había dedicado a este trabajo, o que si lo han hecho no se ha publicado, ansioso de que las lecciones del héroe americano se propaguen entre nosotros y se manden, si es posible, a la memoria por todos mis conciudadanos, habiendo recibido un librito que contiene su despedida, que me ha hecho el honor de remitirme el ciudadano don David C. de Forest, me apresuré a emprender su traducción.
Para ejecutarla con más prontitud me he valido del americano doctor Redheah, que se ha tomado la molestia de traducirla literalmente, y explicarme algunos conceptos; por este medio he podido conseguir mi fin, no con aquella propiedad, elegancia y claridad que quisiera, y que son dignos tan amplios consejos; pero al menos los he puesto inteligibles, para que mejores plumas les den todo aquel valor, que ni mis talentos, ni mis acciones me permiten.
Suplico sólo al gobierno, a mis conciudadanos y a cuantos piensen en la felicidad de América, que no se separen de su bolsillo este librito, que lo lean, lo estudien, lo mediten, y se propongan imitar a este grande hombre, para que se logre el fin que aspiramos, de constituirnos en nación libre e independiente
”. Fdo. MANUEL BELGRANO - Alurralde, 2 de febrero de 1813.

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