abril 25, 2010

"Discurso Preliminar dirigido a los Americanos, 1797" Movimiento de Gual y España

DISCURSO PRELIMINAR DIRIGIDO A LOS AMERICANOS [1]
Movimiento de Gual y España [1]
[1797]

[Fragmentos selectos]
NINGÚN HOMBRE puede cumplir con una obligación que ignora, ni alegar un derecho del cual no tiene noticia. Esta constante verdad me ha determinado a publicar los Derechos del Hombre, con algunas máximas repu¬blicanas, para instrucción y gobierno de todos mis compatriotas.
La poca atención, en ningún respecto, que han merecido a los reyes, en todo tiempo, estos derechos sagrados e imprescriptibles, y la ignorancia que de ellos han tenido siempre los pueblos, son la causa de cuantos males se experimentan sobre la tierra. No habrían abusado tanto los reyes de España, los que en su nombre gobiernan nuestras provincias, de la bondad de los americanos, si hubiésemos estado ilustrados en esta parte. Instruidos ahora en nuestros derechos y obligaciones, podremos desempeñar éstas del modo debido, y defender aquéllos con el tesón que es propio; enterados de los injustos procedimientos del gobierno español, y de los horrores de su despotismo, nos resolveremos, sin duda alguna, a proscribirle enteramente; a abolir sus bárbaras leyes, la desigualdad, la esclavitud, la miseria y envilecimiento general; trataremos de sustituir la luz, a las tinieblas; el orden, a la confusión; el imperio de una ley razonable y justa, a la fuerza arbitraria y desmedida; la dulce fraternidad que el Evangelio ordena, al espíritu de división y de discordia que la detestable política de los reyes ha introducido entre nosotros; en una palabra, trataremos de buscar los medios más eficaces para restituir al pueblo su soberanía, a la América entera los imponderables bienes de un gobierno paternal. Sí, amados compatriotas, ésta es nuestra obligación, en esto consiste nuestro bienestar, y la felicidad general de todas nuestras provincias; nuestros deberes en esta parte, están de acuerdo con nuestros intereses.
Muchos pueblos se ocupan en el día en recobrar su libertad; en todas partes los hombres ilustrados y de sano corazón, trabajan en esta heroica empresa; los americanos nos desacreditaríamos si no pensásemos seriamente en efectuar esto mismo, y en aprovecharnos de las actuales circunstancias. Ningún pueblo tiene más justos motivos; ninguno se halla con más proporciones que nosotros para hacer una revolución feliz.
[…]
En vista de esto, amados compatriotas, ¿qué partido debemos tomar? Conociendo evidentemente que nada bueno podemos esperar de los reyes, que su corazón cruel e inhumano es insensible a nuestros males, ¿qué resolución adoptaremos? Cercioraos de la inutilidad de los recursos suaves, ¿qué medio elegiremos, para librarnos de tan insoportable esclavitud? No hay otro que el de la fuerza: éste es el único medio que nos resta; éste es el que nos vemos en la dura necesidad de abrazar al punto, en la hora, si querernos salvar la patria, si deseamos recobrar nuestros imprescriptibles derechos; bien que no se nos ha podido quitar, sin una infracción de las leyes más sagradas de la naturaleza, y por un abuso feroz de la fuerza armada. El esperar por más tiempo sería consentir en las más execrables maldades, y cooperar a nuestra entera ruina.
En otro tiempo, en otras circunstancias, cuando hablar de revolución se tenia por el más enorme delito, cuando por estar todos imbuidos de las más perjudiciales máximas, cualquiera que intentaba la reforma de los abusos, la recuperación de los derechos del pueblo, era tenido por un rebelde, por un enemigo de la patria, me hubiera guardado bien de proponeros un hecho semejante; pero en el día, que por fortuna no. tenéis tantas preocupaciones en esta parte, que conocéis en algún modo vuestros derechos, que estáis enterados de la perversidad de los reyes, que se halla en vuestros espíritus la mejor disposición, y que las circunstancias de la Europa presentan la ocasión más favorable para recuperar nuestra libertad, no puedo menos de daros este consejo tan conforme a vuestros deseos y a vuestro mejor bienestar.
Las fuerzas que nos puede oponer el tirano son muy pequeñas en comparación de las nuestras; sus tropas, pocas y esclavas; las nuestras, muchas y libres; sus socorros, tardíos y expuestos; los nuestros, prontos y seguros; sus recursos en el día son en pequeño número, los nuestros son infinitos; sobre todo, nosotros tenernos a Dios propicio por la justicia de nuestra causa; él, irritado por sus delitos y maldades. Vivamos en la firme inteligencia de que no podemos ser vencidos, sino por nosotros mismos: nuestros vicios solamente pueden impedirnos el recobrar nuestra libertad, y hacérnosla perder aun después de haberla logrado; permanezcamos, pues, siempre asidos a la virtud; reine entre nosotros la más perfecta unión, constancia y fidelidad, y nada tendremos que temer.
[…]
A la hora, pues, que se intente destruir el despotismo, es necesario que la revolución sea, al mismo tiempo, moral y material; no es suficiente establecer otro sistema político; es necesario, además, poner el mayor estudio en regenerar las costumbres para devolver a todo ciudadano el reconocimiento de su dignidad, y mantenerle en el estado de rigor y entusiasmo en que le ha puesto la efervescencia revolucionaria, del cual caería indefectiblemente si, pasada la crisis, no estuviese sostenido por un conocimiento positivo de sus derechos, por un amor ardiente de sus deberes, por una abjuración formal de sus preocupaciones, por un desprecio razonable de sus errores, por la aversión al vicio y por el horror al crimen.
Todo el arte, para obrar una mutación tan feliz en las costumbres, consiste en aprovecharse del verdadero momento, o por mejor decir, en saber escoger la mejor disposición de los espíritus: esta disposición, este momento precioso, se encuentra en el acto del primer movimiento de toda revolución. La efervescencia revolucionaria comunica a las pasiones la más grande actividad, y pone al pueblo en estado de hacer todos los esfuerzos necesarios para conseguir la entera destrucción de la tiranía, aunque sea a costa de los mayores sacrificios; entonces, todas las almas se hallan preparadas, todos los espíritus exaltados, todas las reflexiones se aprecian, y todas las verdades se dejan sentir; entonces es, pues, cuando se debe inspirar al pueblo un amor constante a la virtud y horror al vicio; entonces, cuando se le debe hacer sentir la necesidad absoluta de renunciar a todas sus erróneas máximas y detestables pasiones; y de atenerse únicamente a los sólidos principios de la razón, de la justicia y de la virtud si quiere lograr su libertad; entonces es la ocasión de demostrarle que no puede hallar su felicidad sino en la práctica de las virtudes sociales; entonces es cuando se deben obrar las grandes reformas o, por mejor decir, entonces es cuando se debe cimentar y construir de nuevo el edificio, poner en acción la moral y darla por base a la política, así como a todas las operaciones de! gobierno.
El primer cuidado de los legisladores que trabajan en la regeneración de un país debe ser, pues, e! de no exponer al pueblo a los furores de unas disensiones intestinas semejantes, y esto no se puede conseguir sino publicando inmediatamente su nueva forma de gobierno y arrojando fuera del seno del cuerpo social a todas aquellas personas reconocidas por enemigas del nuevo sistema. Cuando la soberanía del pueblo descansa particularmente en su unidad, cuando su felicidad depende de su concordia, cuando la prosperidad del Estado no puede ser sino el producto del concurso general de sentimientos y de esfuerzos hada un objeto único, es un absurdo conservar en la asociación civil hombres que alteran todos los principios, que aborrecen todas las leyes y que se oponen a todas las medidas. El destierro de unas gentes tan corrompidas e incorregibles asegura la libertad y evita la pérdida y muerte de muchos millares de ciudadanos útiles y virtuosos. La regeneración de un pueblo no puede ser sino el resultado de su expurgación, después de la cual aquellos que quedan no tienen más que un mismo espíritu, una misma voluntad, un mismo interés: el goce común de los derechos del hombre, que constituye el bienestar de cada individuo.
Sin embargo, esta providencia sería una medida insuficiente si en la nueva constitución se olvidase cortar de raíz todas las causas que dan motivo a su aplicación. Es indispensable establecer una Constitución que, fundada únicamente sobre los principios de la razón y de la justicia, asegure a los ciudadanos el goce más entero de sus derechos; combinar sus partes de tal modo que la necesidad de la obediencia a las leyes y de la sumisión de las voluntades particulares a la general, deje subsistir en toda su fuerza y extensión la soberanía del pueblo, la igualdad entre los ciudadanos y el ejercicio de la libertad natural; es necesario crear una autoridad vigilante y firme, una autoridad sabiamente dividida entre los poderes que tengan sus límites invariablemente puestos y que ejerzan el uno sobre el otro una vigilancia activa, sin dejar de estar sujetos a contribuir a un mismo fin. Con esta medida, la jerarquía necesaria para arreglar y asegurar el movimiento del cuerpo social conserva su fuerza equilibrada en todas sus partes, sin oposición, sin obstáculos, sin interrupción, sin lentitud parcial, sin precipitación destructiva y sin infracción alguna. Esta proporción tan exacta nace principalmente de los elementos bien combinados de las autoridades y de su número indispensable. Nada más funesto para un Estado que la creación de funciones públicas que no son de una utilidad positiva; no es sino una profunda ignorancia y más frecuentemente la ambición, el orgullo o el amor propio quien propone tales funciones; estos empleos no ofrecen sino el espectáculo peligroso de la inercia y del fausto, donde no se debía ver sino actividad y anhelo al servicio de la patria; así, ellos pervierten por el mal ejemplo, impiden el curso del gobierno por su inutilidad y apuran el Estado consumiéndole su sustancia.
Importa tener siempre presente que la verdadera esencia de la autoridad, la sola que la puede contener en sus justos límites es aquella que la hace colectiva, electiva, alternativa y momentánea.
Conferir a un hombre solo todo el poder es precipitarse en la esclavitud, con intención de evitarla, y obrar contra el objeto de las asociaciones políticas, que exigen una distribución igual de justicia entre todos los miembros del cuerpo civil; esta condición esencial no puede jamás existir, ni se pueden evitar los males del despotismo, si la autoridad no es colectiva; en erecto, cuanto más se la divide tanto más se la contiene, pues lo que se reparte entre muchos no llega a ser nunca propiedad de uno solo. La facultad de disponer arbitrariamente un hombre de todos los negocios de un Estado es la que le facilita las usurpaciones graduales, hasta abrogarse el poder supremo; pero cuando cada individuo se halla confundido entre una multitud y no puede distinguirse sino por los ta¬lentos y las virtudes, que excitan igualmente la envidia de sus rivales; cuando las mismas pasiones forman un contrapeso de las voluntades de todos contra la de cada uno; cuando ninguno puede tomar resolución sin el consentimiento de los otros; cuando, en fin, la publicidad de las deliberaciones contiene a los ambiciosos o descubre su perfidia, se halla en esta disposición su fuerza, que se opone constantemente a la propensión que tiene todo gobierno de una sola, o de pocas personas, de atentar contra la libertad de los pueblos, por poco que se le permita extender su poder. En consecuencia de lo expuesto, el número de miembros que ha de componer una autoridad constituida, debe calcularse por la extensión de los poderes delegados a esta misma autoridad, a fin de que su fuerza le quede toda entera, anulándose para los funcionarios, cuya influencia se disminuye a proporción que se aumenta el número de colegas, pues a medida que éste se acrecienta, el conjunto de conocimientos, de medios y esfuerzos se hace tanto más considerable, lo que establece un justo equilibrio en el centro mismo de cada autoridad y hace que las deliberaciones salgan más bien reflexionadas.
[…]
Conviene que el pueblo esté bien persuadido de la importancia de la buena elección de los funcionarios públicos; que crea firmemente que su suerte, que su desgracia o felicidad depende enteramente de esta elección; penetrado de esta verdad, hará que recaigan siempre estos nombramientos en hombres de conocido mérito, celo, rectitud y buena conducta. Si es suficiente hablar con elocuencia y audacia sin unir ni moralidad, ni civismo aprobado, se abre la puerta a los malvados y charlatanes; si se exige que un ciudadano, para obtener un empleo público, haya ejercido antes por largo tiempo una profesión útil, o que tenga cierta renta en bienes raíces, se rompe el equilibrio de la igualdad, se da toda la influencia a la fortuna y se consagra la inacción, conducto de todos los vicios; si no se fija como única circunstancia que ninguno pueda llegar a ser funcionario público sin justificar primero su amor a la patria, y además una conducta sin tacha, no por unas certificaciones mendigadas o una información de vida y costumbres, que no es más que una vana fórmula, sino satisfaciendo a todo cargo, de un modo concluyente, la elección corre riesgo de ser pésima y el modo de elegir es vicioso. Cuando no se tiene certidumbre de la pureza de costumbres de aquel a quien se confía un empleo público, ¿cómo se ha de esperar que se mantenga exento de toda prevaricación, hallándose expuesto a más grandes tentaciones que en la vida privada? Para formar concepto de un hombre, no hay más que examinar cuáles son sus protectores o sus contrarios; y la moralidad de éstos es la verdadera piedra de toque de sus sentimientos. Sobre todo, en las grandes asambleas es difícil engañarse en cuanto al mérito de algunos hombres porque no faltan buenos ciudadanos que con energía atacan y manifiestan la falacia, luego que se presenta; y la virtud tiene tanto imperio, que basta la reclamación de un hombre de bien para frustrar todo manejo clandestino y confundir la ambición; la perfidia tiene tantos que la observen, que no puede menos de ser descubierta.
[…]
De todo lo expuesto resulta que el buen suceso de una revolución depende tanto del pueblo como de sus legisladores; del pueblo, porque es indispensable que conozca la gran distancia que hay de sus costumbres actuales al modo con que debía vivir, y, por consiguiente, que para destruir estos hábitos tan viciosos y romper los lazos que tienen sujeta su alma a tanto error e ignorancia, a tanta pasión desarreglada y a tanta práctica antigua, es necesario que se venza a sí mismo, haciendo un sacrificio de todos sus errores; esfuerzo tanto más grande para el hombre cuanto no puede ser sino la obra de una revolución vigorosa, de un entusiasmo generoso, revolucionario, vehemente, sostenido y gobernado por los consejos de la razón. De los legisladores, porque de sus luces y probidad depende tomar las medidas con exactitud y dar a la empresa una dirección invariable y una solidez indestructible, por lo que no es suficiente para el exacto desempeño de un empleo semejante, el que sean hombres instruidos y celosos; es necesario que estén libres de preocupaciones y errores, de pasiones y parcialidades; que hayan reflexionado maduramente sobre la naturaleza de las cosas y el carácter de los hombres; que sepan atraerlos por la fuerza de los principios y no por la violencia; que conozcan la influencia del clima sobre lo moral y lo físico, y la influencia aún más grande de los usos antiguos que sólo su antigüedad hace respetarlos ciegamente; que sepan calcular con exactitud las relaciones sociales por un conocimiento fijo de todos sus enlaces y que determinen antes cuál será el juego de los nuevos resortes políticos puestos en movimiento; que combinen igualmente los resultados de su acción por afuera, y que midan la preponderancia que podrá tener el pueblo regenerado en la balanza de las naciones, ya por su gobierno, ya por su comercio. Después de haber trazado el plan, es indispensable que le lleven adelante con firmeza, sin exasperar a nadie, y que hallen el arte de merecer la confianza pública, al tiempo mismo que destruyen una infinidad de intereses particulares; es necesario que sepan sostenerse en una elevación que siempre vaya creciendo, por el bien que se opera; que miren solamente la masa del pueblo, sin distinguir los indivi¬duos; que caminen entre la sabiduría y el vigor, la justicia y la razón, la estabilidad y los principios: en una palabra, que no se detengan por pequeños embarazos, por vanos clamores, por débiles contrariedades; que no se atemoricen por algunos contratiempos parciales; que tengan la serenidad de espíritu necesaria para preverlo todo, para prevenirlo y remediar sin dilación los males accidentales; en fin, que sean tan grandes como la obra en que se ocupan, tan respetables como el pueblo de quien sellan los derechos; que estén profundamente penetrados en sus obligaciones y rengan siempre presente que un olvido, una ligereza, una debilidad, puede costar muchas lágrimas y sangre a una multitud de ciudadanos. La cualidad primera de un legislador es la abnegación de sí mismo; debe mirar exclusivamente en sus trabajos el bien general y no esperar otra recompensa de sus fatigas, de sus esfuerzos, que la gloria de haber atraído la virtud entre los hombres, presentándoles leyes propias para lograr su felicidad. ¡Dichosa tú, amada patria mía, si logras unos legisladores tan sabios y virtuosos!
He aquí las principales máximas que conducen al buen éxito de una revolución; he aquí los principios generales que se deben seguir para establecer una Constitución sabia, justa y permanente.
Americanos de todo estado, profesión, color, edad y sexos; habitantes de todas las provincias, patricios y nuevos pobladores, que veis con dolor la desgraciada suerte de vuestro país; que amáis el orden, la justicia y la virtud y que deseáis vivamente la libertad: oíd la voz de un patriota reconocido, que no os habla ni aconseja sino por vuestro bien, por vuestro interés y por vuestra gloria. La patria, después de trescientos años de la más inhumana esclavitud, pide a voces un gobierno libre; la hora para el logro de un bien tan grande y precioso ha llegado ya; las circunstancias nos convidan y favorecen; reunámonos, pues, inmediatamente para tan heroico fin; impongamos silencio a toda otra pasión que no sea la del bien público; contribuyamos todos, con nuestras luces, con nuestras haciendas, con nuestras fuerzas, con nuestras vidas, al restablecimiento de la felicidad general; sacrifiquémoslo todo, si es necesario, para el bien de la patria; tomemos todos las armas; sí, a las armas, a las armas todos; resuene por todas partes: ¡Viva el pueblo soberano y muera el despotismo! Porfiemos todos en ser los primeros a romper las cadenas de la esclavitud. Vosotros, intrépidos y valerosos guerreros: uníos inmediatamente al pueblo, sostened su partido; ministros de Jesucristo: exhortad a todos a la defensa de sus derechos, rogad a Dios por el pronto y feliz logro de esta empresa; individuos del bello sexo; contribuid también con vuestro poderoso influjo; esposas fieles y tiernas madres: animad a vuestros maridos, a vuestros hijos; castas viudas y doncellas honradas: no admitáis favores, ni deis vuestras manos a quien no haya sabido pelear valerosamente por la libertad de la patria; nadie tenga por buen marido, por buen hijo, por buen hermano, por buen pariente ni por buen paisano, a todo aquel que no defienda con el mayor tesón la causa pública; a todo aquel que volviese la espalda al enemigo; tiemble éste a nuestra presencia; llénese de terror y espanto al ver nuestra intrepidez, nuestro valor y nuestra constancia; quede de una vez confundido el vicio, exaltada la virtud, destruida la tiranía y triunfante la libertad.
[1] El presente discurso corresponde al texto introductorio a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, traducido y publicado en Ve¬nezuela en 1797 por los participantes en la conspira¬ción de Gual y España. El mismo, además, responde a la versión de la De¬claración de 1793, mucho más radical que la de 1789, traducida por Nariño en 1792. El Discurso procura vincular los principios de la Revolución Francesa con la situación de las colonias americanas y justifica la necesidad de la revolución emancipadora.
[2] En julio de 1797 la Real Audiencia de Caracas descubrió una conspiración contra la monarquía que intentaba establecer un gobierno republicano independiente en lo que hoy es Venezuela. El caso se lo conoce como la conspiración de Gual y España. Manuel Gual era Capitán de infantería y hombre de refinada cultura, hijo de un Coronel español, mientras que José María España desempeñaba el cargo de teniente de justicia de Macuto
Cuando se habla de “Conspiración de Gual y España", en la Historia de Venezuela se está refiriendo al movimiento revolucionario que buscaba liberar a Venezuela del colonialismo del imperio español, iniciado en el puerto de La Guaira a mediados de 1797 y que finalizó el 8 de mayo de 1799. Considerado como uno de los antecedentes más cercanos de los sucesos del 19 de abril de 1810.
Este movimiento fue reprimido. Dos años después de descubierto, medio centenar de personas fueron sentenciadas: 6 fueron condenadas a muerte, 33 a penas diversas generalmente severas, como la confiscación de bienes, los trabajos forzados y el destierro.
Varios de los abogados que intervinieron en la defensa de los imputados, se convirtieron en líderes del movimiento independista y en redactores de constituciones republicanas. En esas constituciones se cambió el procedimiento penal, se garantizó la defensa y se prohibió la tortura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario